Contra el Ajedrez

Crítica del consenso

Plantear un análisis crítico del ajedrez es plantear la crítica del gran consenso. Estamos hablando de la crítica de una civilización, un discurso lógico enmarcado en un contexto generalizado de crisis sistémica: un cambio de racionalidad modifica la estructura de motivaciones (el hacker sustituye al homo oeconomicus), haciendo inválido el actual sistema de incentivos. Criticando al ajedrez nos elevamos, por tanto, al orden de un análisis crítico de la Racionalidad Económica, la legalidad internacional o los Objetivos del Milenio.

Marco teórico

Esto no podría plantearse sin partir de una base antropológica que reconozca el vacío de la esencia humana. La civilización es fruto de una compleja concatenación de interacciones, donde son tan importantes los juegos de fuerza y el arbitrio como el azar y el puro caos. La cultura es nuestro sistema operativo: si aceptamos la condición tecnológica de las palabras y su potente capacidad ontogenética, nos situamos en el terreno del ciborg autopoietico (Horoway). Recién descubro el impresionante sistema conceptual de Blumenberg, gracias a unos diálogos entrecippodromo y neocoach*: la historicidad, el irreversible camino seguido por el hombre finito (Inständigkeit) en su ansia de eternidad (Gegenständikeit); lametaforología, el estudio de las “Grandes Metáforas” que realizan consistencia, los símbolos que elaboran nuestra idea de cosmos; la retórica, el arte marcial cuyo producto es la realidad. Repetimos: “Todo es mentira, nada está prohibido, todo es posible”. Visto así, nada nos impide reevaluar nuestras más profundas convicciones, sacar a la luz oportunidades que pasan desapercibidas, mostrar el carácter contingente de todo lo que nos envuelve. (Boaventura da Sousa SantosSociología de las ausencias / Sociología de las emergencias). Es obvio que no podemos revertir el tiempo transcurrido, pero podemos decidir hacia donde dirigir nuestro presente.

El valor sagrado del ajedrez

Hablo del ajedrez porque sobre el ajedrez se ha hablado ya hasta la saciedad, siempre con loas. Los primeros recuerdos que tengo al respecto son de mi abuelo enseñándome a jugar, trasmitiéndome la nobleza del juego: “Juego de reyes, rey de los juegos”, me decía.

La épica de las batallas entre Spassky y Bobby Fisher, cuando su partida de ajedrez, prohibida por la guerra fría que dirigía la agenda política de su tiempo, cobraba un aura de legitimidad suficiente como para que el gobierno de Islandia diera asilo político al americano, consagrado como héroe. La batalla entre Kasparov y Deep-Blue tuvo también tremenda trascendencia, se les confirió una importancia metafísica (la superación del hombre por la máquina, el trágico estupor frente a la posibilidad de la perfección) que no hubiera estado a la altura de ningún otro juego.

De origen arqueológico incierto, su invención se atribuye con bastante ambigüedad a cualquier civilización lo bastante antigua y reputada como para aportarle valor de eternidad: con un doble salto mortal, vemos como varios mitos históricos (griegos, egipcios…) atribuyen su invención a alguna deidad, que en un gesto de inusitada benevolencia regaló su idea a los hombres (no sabemos si cobrándoles copyright). Con esta mezcla de génesis histórica y omnipresencia mítica, el ajedrez se presenta como una eternidad que no evoluciona, entra en el terreno del tiempo hierofánico, el tiempo congelado. El mito presenta el juego como parte de la naturaleza humana, como la catársis de su esencia belicosa.

Qué tengo contra el ajedrez: Juegos de Suma Cero.

Muchos amigos que suelen ganarme cuando jugamos en el bar dirán antes de que empiece a hablar que todo se debe a un rencor que tengo contra unas reglas de juego que me hacen perder siempre. Es cierto, nunca se me dio bien el ajedrez. También es cierto que no recuerdo ningún sociólogo rico y poderoso que critique el sistema que le coloca en lo alto de la pirámide, y eso no resta legitimidad a un discurso consistente. Así que sí, en cierto modo, hay algo del típico mecanismo de la fábula de Esquilo (la zorra que decía que “las uvas están verdes” cuando no conseguía llegar hasta ellas); pero también algo más.

Dada su posición como juego sagrado, el ajedrez funciona inevitablemente como un potente configurador de nuestro marco cognitivo. Ejercería el ajedrez una función de mito, según el análisis de Levi-Strauss: su función no es legitimar ni justificar, simplemente hacer pensable un sistema de interacción y, por tanto, hacerlo real. Las mitologías anteriormente mencionadas, acerca de su génesis histórica (creación humana) pero al mismo tiempo vinculada a un regalo divino (un juego eterno y, por tanto, inherente a la naturaleza humana) le confieren su gran potencia en este campo. Procedería, por tanto, un análisis semiótico de este juego (al estilo de lasMitologías de Roland Barthes) para desvelar todos los sistemas conceptuales que emanan de la situación social típica que es una partida de ajedrez. La idea básica, que desde mi punto de vista configura todas las demás, es que estructura la realidad en base a un conflicto absoluto, un juego de suma nula en la que el beneficio de un actor debe coincidir necesariamente con la pérdida del rival. Es decir: para yo ganar,el otro debe perder. Desde mi punto de vista, este esquema básico es la esencia del ajedrez, y es desde este juego que se extrapola a todo otro entretenimiento, actividad física o lúdica que el hombre pudiera realizar.

Esta barrera infranqueable que se establece entre el ego y el otro (la alteridad, el exterior), elimina toda posibilidad de empatía que pudiese emanar de la interacción. Ya no existen dos personas jugando: existo yo, existen las piezas de las que dispongo, y existe el ejército rival. Las piezas, cuyo antropomorfismo, tanto a nivel de representación física como de nomenclatura (“el rey”, “la reina”, “el obispo”, “el caballero”, “los peones”…) permiten una personalización casi automática de las mismas, e inmediatamente, una reconstrucción-representación de la estructura social en su conjunto. Lo que hay en mi cabeza cuando juego al ajedrez es un conjunto humano (una sociedad, un país) entregado a una lucha a muerte contra un ejército simétrico (el enemigo). Y de entre todas las piezas, sólo una es importante:el rey, la representación del yo; el resto de piezas se entienden como recursos humanos: pueden ser más o menos valiosas (los rankings de valor de piezas, de la dama al peón, están en la cabeza de cualquier jugador), pero todas son en última instancia prescindibles. El jugador de ajedrez, como Fischer en su exilio islandés, es un héroe trágico: se debate por la supervivencia en un mundo hostil, asustado y en absoluta soledad, matando cuando es necesario porque el jugador de enfrente no dudará en hacerlo si tiene ocasión.

Inconvenientes de la cosmovisión

Es inquietante pensar que esta perspectiva, que emana necesariamente del ajedrez,marque tan profundamente toda nuestra historicidad. La civilización occidental, con sus blancos y negros, sus santos y pecadores, sus buenos y malos y verdades y mentiras, es estrictamente hija del ajedrez, el cosmos incuestionable. Se podría mencionar la anécdota que vincula la expedición de Cristobal Colón con una partida de ajedrez en la que jugaba Fernando el Católico. La historia del colonialismo, la historia de la expansión necesaria y el dominio inevitable, es ajedrez. Otros juegos de estrategia, como el Risk (la maqueta a escala del imperialismo), sólo son variantes del ajedrez. ¿Como no verlo en toda la arquitectura de la teoría económica clásica y neoclásica? “Cada individuo racional actúa estratégicamente buscando su máximo beneficio; la mano invisible – la balanza, la Justicia – asegura la distribución de recursos y bienes óptima para el conjunto”. La mano invisible del mercado determina quién gana y quién pierde, al igual que el Juicio de Dios determinaba el vencedor de las Justas medievales.

El problema de esta cosmovisión, como el de cualquier perspectiva autorreferente, es que niega la existencia de cualquier posibilidad fuera de ella. Y sin embargo, hay alternativas. Rusell Crowe se llevó un Oscar por interpretar a un John Nashesquizofrénico, pero fascinados por ese final espectacular (otra vez la revelación de la incertidumbre epistémica, otra vez el simplón “¡todo era mentira!”) nos perdimos lo mejor de La Mente Maravillosa: Hay juegos de suma no nula. A veces, no es necesario explotar al rival para maximizar el beneficio propio. De hecho, en muchas ocasiones, la persecución racional del máximo beneficio individual revierte en una destrucción mutua, en pérdidas en los dos lados. A veces conviene cooperar.

A estas alturas del itinerario, huelga hablar de esto. No hace falta que divague sobre la lógica de la abundancia, sobre el P2P, los beneficios económicos a escala social del conocimiento bajo Dominio Público, el valor empírico de Linux o iniciativas similares como prueba de estas teorías. Especifico: no estoy hablando de buenismo altruista, ni beneficios espirituales asociados a una moral religiosa: hablo de convergencia de intereses, de cooperación mutuamente beneficiosa.

Y sin embargo, aun sabiendo esto, el imaginario colectivo plasmado en las representaciones más potentes, no deja de reproducir el esquema del ajedrez. El mundial de futbol, las olimpiadas, la Super-bowl… son los únicos eventos mediáticos que consiguen congregar a toda la humanidad en torno un mismo contexto. ¿Pero es realmente el mismo evento desde todas las perspectivas? Evidentemente no. Afrontamos estos eventos como “guerras espectaculares”, enfrentamientos entre identidades herméticas y excluyentes: la carga simbólica asociada a unas olimpiadas o a una final de la Champions pueden ser totalmente contrapuestas según el color de tu bufanda, el valor mítico asociado a una final deportiva (un relato) es completamente diferente según tu nacionalidad. Entendidos también como juegos de suma nula, este tipo de evento deportivo funciona como catarsis y reafirmación de una identidad basada en las fronteras. No se puede ser argentino sin brasileños o ingleses que vencer en el mundial. No se puede ser del Barça sin el Madrid. No se puede ser el jugador de blancas sin el jugador de negras, no hay Bobby Fisher sin Spassky ni Karpov sin Kasparov.

El hermetismo de estas identidades colectivas se torna especialmente dramático en nuestro contexto global. Las identidades nacionales herméticas son, ahora mismo, uno de los peores lastres que podemos acarrear de cara a los retos que nos plantea el siglo XXI: desde la protección del equilibrio ecológico y la gestión de los recursos finitos, a la defensa de valores universales como los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales. Ejemplo reciente: Aminattu Haidar abandonada en una terminal de aeropuerto. La identidad nacional a la que se asocia, la República Árabe Saharaui Democrática, carece de estructura institucional para defender sus intereses; el Reino de Marruecos, carece de incentivos para ayudarla; el gobierno de España (la Audiencia Nacional, el Ministerio de Exteriores) se ve limitada en su acción cuando la ciudadana agredida no tiene pasaporte español. Partimos de la diplomacia entendida como partida de ajedrez: ignorar las personas, ver sólo intereses en conflicto, defender los propios (Esto es la premisa básica que encabeza el libro “Obtenga el sí: el arte de negociar sin ceder”, el manual recomendado como bibliografía básica en mi curso de Teoría de la Negociación). Cuando “los intereses propios” están determinados por esa hermética identidad colectiva, cuando no se conciben las rendijas, surgen los problemas. Vemos las declaraciones del Defensor del Pueblo al respecto de la señora Haidar: “El Gobierno tiene que defender los intereses generales de España, que no se pueden subordinar a nada, ni a querencias ni a exigencias individuales, por muy legítimas que sean”.

Interacciones lúdicas alternativas: Juegos de suma no nula

Leo estos días Art et multitude, de Antonio Negri, y rescato interesantes aportaciones (gracias Pablo): la posmodernidad como el contexto social en el que la abstracción – el lenguaje – adquiere estatuto fáctico, ontológico; lo sublime – el estupor – como un obstáculo superable, como fulcro para la creatividad; el arte como excedente del ser, producto del trabajo colectivo liberado de las relaciones económicas de explotación; la multitud como creador, como sujeto supraindividual: el superhombre existe y es intersubjetivo. Entendido esto, las opciones de liberación pasan por la creación de situaciones – de realidades – que escapen del contexto de control hegemónico, de la racionalidad económica miope: crear Zonas Temporalmente Autónomas (Hakim Bey). Presentado este contexto donde lo abstracto y lo fáctico interactúan, la interacción lúdica que puede ser una partida de ajedrez deja de ser intrascendente.

No quisiera subestimar la importancia de las interacciones lúdicas por lo que tienen de mística, de metáfora, de aprendizaje de lo real. Frente a la jerarquización del trabajo, el juego se presenta como una interacción de vocación universal: de aquí se puede extrapolar que el trabajo puede tener mucho que aprender de las dinámicas del juego en tanto que proceso productivo – hasta llegar al proceso productivo guiado por la ética hacker, en las que las fronteras entre trabajo y juego se desdibujan.

Situado entre el trabajo (rigor) y el juego (placer), el aprendizaje lúdico se articula entre dos reglas básicas (Winicott):

– el establecimiento de reglas coherentes y consensuadas. Capacidad de modificar y rectificar colectivamente (repetición, modulación…)

– incremento de la complejidad a medida que las capacidades cognitivas de la comunidad aumentan.

A punto de terminar el post, descubro que neocoach postea sobre goNo es el primer itinerante que lo hace. Por lo poco que sé del juego, es cierto que este juego varía mucho respecto al ajedrez, incorporando conocimientos sobre la posición en red y la distribución estratégica como factor decisivo en la batalla. Sin embargo, la estructura de juego de suma no nula (con su división polar en blancas/negras) se mantiene. Por tanto, las piezas, aunque de valor igual entre ellas, están siempre subordinadas al arbitrio del jugador. No aprendemos a movernos en redes distribuidas (Ser red), sino a controlar y utilizar estratégicamente las redes (disponer de la red). No ejercitamos la coordinación con otros nodos, no nos movemos en el marasmo de la multitud, sólo hacemos judo contra un único enemigo disperso. El jugador sigue siendo el nodo central de la red, el General del Ejército. El vietcong podía ser un enemigo en red, pero su causa era única: la resistencia nacional, y no admitía medias tintas.

Es en este punto donde quería introducir los Juegos de Rol, exactamente como eso,como aprendizaje de una realidad compleja en la que somos en red.

Juegos de rol como aprendizaje de la complejidad.

Hace tiempo que con un grupo de amigos (las ideas de la turbulenta mente ociosa de Roger) venimos desarrollando una modalidad de juego de rol que me parece divertidísima. La primera partida que jugamos se basaba en la película “Mentes en blanco“. Como jugadores, empezábamos la partida encerrados en un escenario hermético (un almacén cerrado), sabiendo que el contexto era un secuestro. Pero nadie sabía si era secuestrador o secuestrado, ni quién el aliado, ni quién el enemigo; el master dirige la acción dosificando información con cuentagotas, supuestos flashbacks que se entregan en papelitos a los jugadores. En posteriores partidas hemos ido creando nuevos escenarios (naves espaciales y aliens, bunkers postatómicos y una nueva humanidad, sectas satánicas y la invocación de dioses profanos), pero siempre manteniendo ese punto de vacío inicial y de construcción dialéctica de los personajes y los contextos reales.

Así el sistema de incentivos de los jugadores es abierto, se combinan los personajes con unos objetivos muy marcados (aunque a veces desconocids) con otras situaciones en las que el desarrollo de la narración permite al jugador construir sus propias metas. El poder del master se limita a introducir una “realidad exterior”, un “marco de realidad”, pero que siempre está abierta a diferentes interpretaciones (Ejemplo: se descubre que un personaje lleva una pistola ¿Es un policía? ¿es un secuestrador? ¿es el miembro de un cártel enemigo?).

Lo fundamental es recordar la racionalidad subyacente al juego (y aquí radica la carga subversiva de un juego de rol, frente a otro tipo de interacción lúdica basada en un conflicto de suma nula). Todo esto es inútil (un juego aburrido y que no reporta ningún tipo de aprendizaje sobre la interacción) si se plantea en términos categóricos de Victoria/Derrota. ¡Ojo! Como hemos visto, esto no significa eliminar el conflicto de la interacción. El conflicto es inevitable, y aquí se utiliza como mecanismo de explosión de la narración. No obstante, el conflicto se complejiza, se deconstruye y reconstruye en planos múltiples (construcción de la propia identidad, definición de la situación colectiva, determinación probabilística de los marcos de realidad exterior). Así pues, el juego no se resuelve en un “he ganado/he perdido”, sino que, tras la resolución del escenario final, es necesaria la observación analítica del lugar en el que queda el personaje. La pregunta sería “¿En qué lugar he dejado a mi personaje?”, como metáfora vital de “¿qué vida llevo?”. Pero esto son sólo interpretaciones sobre personajes literarios, nunca “marcadores objetivos”, y como tales, se prestan a interpretaciones diversas y comentarios infinitos. (Como tampoco tendría sentido preguntar si “¿ha ganado Quijote o Sancho?”).

El juego se acerca así a una experiencia de literatura colectiva, la génesis del proceso mitopoietico, con todo lo que esto puede significar.

* Sólo he encontrado por internet la memoria doctoral de un tal Cesar González Cantón, La metaforología en Blumenberg como destino de la analítica existencial. Me resulta muy útil como introducción, ya que es una especie de guía de lectura que sobrevuela todas las obras del autor. Aun así, me gustaría leer algo suyo. Si tenéis algún pdf en castellano, o sabéis dónde puedo encontrarlo, por favor, hacédmelo saber.

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