—Es el mejor historiador de arte que conocemos —se limitó a decir—. Y eso nada tiene que ver conmigo, sino con el cuadro.Menchu puso cara de reflexionar gravemente y después movió la cabeza de arriba abajo. Era asunto de Julia, claro. Asunto íntimo, tipo querido diario y cosas así. Pero en su lugar, ella se abstendría. In dubio pro reo, como aseguraba el pedante de César, la vieja clueca. ¿O era in pluvio?—Te aseguro que de Álvaro estoy curada.—Hay dolencias, guapita, que no se curan nunca. Y un año no es nada. Tango.Julia no pudo evitar una mueca burlona dirigida hacia sí misma. Hacía un año que Álvaro y ella habían concluido una larga relación, y la galerista estaba al corriente. La propia Menchu dictó en alguna ocasión, sin proponérselo, la sentencia final que explicaba el nudo del asunto. Algo por el estilo de que en última instancia, hija, un hombre casado suele terminar pronunciándose a favor de su legítima. Porque los trienios acumulados entre lavar calzoncillos y parir terminan decidiendo la batalla: «Y es que ellos son así —concluía Menchu con la nariz pegada a la rayita blanca, entre aspiración y aspiración—: asquerosamente leales, en el fondo. Snif. Los hijoputas».Julia exhaló una densa bocanada de humo y se entretuvo en apurar despacio el resto del café, procurando que la taza no gotease. Había sido muy amargo aquel final, tras las últimas palabras y el ruido de una puerta al cerrarse. Y lo siguió siendo después, al recordar. O en las tres o cuatro ocasiones en que Álvaro y ella se volvieron a encontrar casualmente, en conferencias o museos, comportándose con ejemplar entereza. —«Te veo muy bien, cuídate mucho» y cosas así—. A fin de cuentas ambos se preciaban de ser gente civilizada que, aparte de un fragmento de pasado, tenía en común el arte como materia objetiva de trabajo. Gente de mundo, en tres palabras. Adultos.Comprobó que Menchu la observaba, maliciosamente interesada, relamiéndose con la perspectiva de nuevos tejemanejes amorosos en los que terciar como asesora táctica. La galerista siempre se quejaba de que, tras la ruptura con Álvaro, los esporádicos episodios sentimentales de su amiga apenas merecían comentarios: «Te puritanizas, cariño —no se cansaba de repetir— y eso es aburridísimo. Lo que necesitas es el retorno de la pasión, de la vorágine»… Desde ese punto de vista, la sola mención de Álvaro parecía ofrecer interesantes posibilidades.Julia se daba cuenta de todo eso, sin sentirse irritada. Menchu era Menchu, y había sido así desde el principio. Los amigos no se escogen, ellos te escogen a ti; o se los rechaza, o se los acepta sin reservas. Era algo que también había aprendido de César.El cigarrillo se consumía, así que lo aplastó en el cenicero. Después le sonrió a Menchu, sin ganas.—Álvaro da igual. Lo que me preocupa es el Van Huys —dudó un momento buscando las palabras mientras intentaba aclarar sus ideas—. Hay algo fuera de lo común en ese cuadro.Menchu se encogió de hombros con aire absorto, como si pensara en otra cosa.
Capítulo 1 | Los Secretos de Van Huys 7/21
—Es el mejor historiador de arte que conocemos —se limitó a decir—. Y eso nada tiene que ver conmigo, sino con el cuadro.
Menchu puso cara de reflexionar gravemente y después movió la cabeza de arriba abajo. Era asunto de Julia, claro. Asunto íntimo, tipo querido diario y cosas así. Pero en su lugar, ella se abstendría. In dubio pro reo, como aseguraba el pedante de César, la vieja clueca. ¿O era in pluvio?
—Te aseguro que de Álvaro estoy curada.
—Hay dolencias, guapita, que no se curan nunca. Y un año no es nada. Tango.
Julia no pudo evitar una mueca burlona dirigida hacia sí misma. Hacía un año que Álvaro y ella habían concluido una larga relación, y la galerista estaba al corriente. La propia Menchu dictó en alguna ocasión, sin proponérselo, la sentencia final que explicaba el nudo del asunto. Algo por el estilo de que en última instancia, hija, un hombre casado suele terminar pronunciándose a favor de su legítima. Porque los trienios acumulados entre lavar calzoncillos y parir terminan decidiendo la batalla: «Y es que ellos son así —concluía Menchu con la nariz pegada a la rayita blanca, entre aspiración y aspiración—: asquerosamente leales, en el fondo. Snif. Los hijoputas».
Julia exhaló una densa bocanada de humo y se entretuvo en apurar despacio el resto del café, procurando que la taza no gotease. Había sido muy amargo aquel final, tras las últimas palabras y el ruido de una puerta al cerrarse. Y lo siguió siendo después, al recordar. O en las tres o cuatro ocasiones en que Álvaro y ella se volvieron a encontrar casualmente, en conferencias o museos, comportándose con ejemplar entereza. —«Te veo muy bien, cuídate mucho» y cosas así—. A fin de cuentas ambos se preciaban de ser gente civilizada que, aparte de un fragmento de pasado, tenía en común el arte como materia objetiva de trabajo. Gente de mundo, en tres palabras. Adultos.
Comprobó que Menchu la observaba, maliciosamente interesada, relamiéndose con la perspectiva de nuevos tejemanejes amorosos en los que terciar como asesora táctica. La galerista siempre se quejaba de que, tras la ruptura con Álvaro, los esporádicos episodios sentimentales de su amiga apenas merecían comentarios: «Te puritanizas, cariño —no se cansaba de repetir— y eso es aburridísimo. Lo que necesitas es el retorno de la pasión, de la vorágine»… Desde ese punto de vista, la sola mención de Álvaro parecía ofrecer interesantes posibilidades.
Julia se daba cuenta de todo eso, sin sentirse irritada. Menchu era Menchu, y había sido así desde el principio. Los amigos no se escogen, ellos te escogen a ti; o se los rechaza, o se los acepta sin reservas. Era algo que también había aprendido de César.
El cigarrillo se consumía, así que lo aplastó en el cenicero. Después le sonrió a Menchu, sin ganas.
—Álvaro da igual. Lo que me preocupa es el Van Huys —dudó un momento buscando las palabras mientras intentaba aclarar sus ideas—. Hay algo fuera de lo común en ese cuadro.
Menchu se encogió de hombros con aire absorto, como si pensara en otra cosa.