—Tómalo con calma, niña. Un cuadro sólo es tela, madera, pintura y barniz… Lo que importa es cuánto deja en el bolso cuando cambia de manos —miró los anchos hombros de Max y parpadeó complacida—. Lo demás son historias.
Durante todos y cada uno de los días pasados junto a él, Julia creyó que Álvaro respondía al más riguroso estereotipo de su profesión; y eso era extensivo a su aspecto e indumentaria: agradable, rozando la cuarentena, chaquetas de mezclilla inglesas, corbatas de punto. Además fumaba en pipa, lo que era rizar el rizo, hasta el extremo que, al verlo entrar en el aula por primera vez
—El arte y el hombre era el tema de su conferencia aquel día— ella había tardado un buen cuarto de hora en prestar atención a sus palabras, negándose a aceptar que un tipo con semejante aspecto de joven catedrático pudiera ser, en efecto, un catedrático. Después, cuando Álvaro se despidió hasta la semana siguiente y todos salieron al pasillo, ella se le había acercado del modo más natural del mundo, con plena conciencia de lo que iba a ocurrir: la repetición eterna de una poco original historia, el clásico enredo profesor—alumna, asumido todo eso incluso antes de que Álvaro girase sobre sus talones, ya junto a la puerta, para sonreírle a Julia por primera vez.
Había algo en todo aquello —o al menos así lo decidió la joven cuando sopesaba los pros y los contras de la cuestión—, que poseía un carácter inevitable, con ribetes de fatum deliciosamente clásico, de caminos trazados por el Destino, punto de vista al que tan aficionada era desde que, en el colegio, había traducido los brillantes enredos familiares de aquel griego genial, Sófocles.
Sólo más tarde se decidió a comentarlo con César, y el anticuario, que desde años atrás —la primera vez Julia llevaba todavía calcetines y trenzas— oficiaba de confidente en episodios de índole sentimental, se limitó a encogerse de hombros, criticando en tono calculadamente superficial la escasa originalidad de una historia que había servido ya de empalagoso argumento, querida, para trescientas novelas y otras tantas películas, sobre todo —mueca despectivafrancesas y norteamericanas: ‘Lo que convendrás conmigo, princesa, arroja sobre el tema luces de auténtico horror’… Pero nada más.
Por parte de César no hubo ni reproches serios ni paternales advertencias que nunca, eso lo sabían ambos perfectamente, servirían para nada. César no tenía hijos ni los iba a tener jamás, pero poseía un don especial a la hora de abordar ese tipo de situaciones. En algún momento de su vida, el anticuario adquirió la certeza de que nadie es capaz de escarmentar en cabeza ajena, y de que, en consecuencia, la única actitud digna y posible de un tutor —a fin de cuentas, él ejercía como tal— era sentarse junto al objeto de sus cuidados, cogerle la mano y escuchar, con benevolencia infinita, la relación evolutiva de los amores y dolores, mientras la naturaleza seguía su curso inevitable y sabio.
«—En materia sentimental, princesita —solía decir César—, no hay que ofrecer nunca consejos ni soluciones… Sólo un pañuelo limpio en el momento oportuno.»
Y fue lo que hizo cuando todo hubo terminado, la noche en que llegó ella, todavía con el cabello húmedo y movimientos de sonámbula, y se durmió sobre sus rodillas. Pero todo eso ocurrió mucho después de aquel primer encuentro en el pasillo de la facultad, donde no se registraron variaciones importantes sobre el guión previsto. El ritual prosiguió por caminos trillados y predecibles, aunque insospechadamente satisfactorios. Julia había tenido otras aventuras antes, pero jamás sintió, hasta la tarde en que Álvaro y ella se encontraron por primera vez en la estrecha cama de un hotel, la necesidad de