Ajedrez y Política

Según los analistas más rigurosos, Garry Kasparov es el mayor entre los genios en la historia del ajedrez. Cuando frisaba los 14 años de edad, su irrupción asombrosa en el mundo del juego ciencia fue tal que, desde sancta sanctórun, Miguel Botvinnik no vaciló en clasificarlo como el nuevo Alekhine.

Muy tempranamente se lo distinguió en el argot deportivo como el ‘Ogro de Bakú’, modo de resaltar la admiración y temor que siempre ha irradiado su victoriosa vida. Nació a orillas del Mar Caspio, en 1963. Huérfano a los 6 años de un padre de ascendencia judía, se formó bajo la tutela de su madre, destacada ingeniera y analista de ajedrez. Desde la escuela se propuso ‘ganar en todo’, comenzando por el ajedrez. Un predestinado de verdad.

En su vida de talento superior no ha habido espacio distinto al triunfo, la creatividad y el desafío, incluyendo lo referente al partido comunista y a la Federación Internacional de Ajedrez. Sin cumplir sus 13 años, se lo proclamó como campeón juvenil de la URSS. Su línea rectora siempre ha sido «el juego bello e inspirado que dé a los aficionados una satisfacción realmente estética».

Su destino histórico lo ungió a los 22 años como el más joven de los campeones mundiales y lo obligó, nada menos, que a retar y derrotar a Anatoli Kárpov, su antítesis temperamental y táctica. Una lucha prolongada entre titanes, que desde un principio -antes de entronizarse como rey indiscutido durante más de dos décadas- más parecía la de dos virtuosos concertistas de piano con perfiles contrapuestos e irreconciliables.

Kárpov: equilibrado, cerebral, con precisión de relojero, calculista frío, teórico conservador, un campeón por 10 años al que nada le era desconocido. En su contravía, Kasparov buscando siempre el riesgo, los precipicios, los sacrificios y el juego tormentoso que, tal como lo anota el experto Ángel Martín, «sale para destruir o ser destruido».

En 1985, en medio de un suspenso sin antecedentes, fue aclamado como campeón mundial, título que conservó invicto hasta hace un lustro, cuando en Linares anunció su retiro del ajedrez ante esa misma afición que, con sobrada justicia, lo ha elevado a la condición de ídolo y mito. Seguirá siendo el número uno como máxima figura de la galería de los íconos del ajedrez y, también, de la lista de sus niños prodigio: Morphy, Capablanca, Fischer.

Sin embargo, la noticia lamentable de su retiro no se redujo a las páginas especializadas. Ocupó, sorpresivamente, los titulares de todos los medios. Con absoluta convicción y coherencia -consecuente con declaraciones y movimientos que había venido dando hace rato, no tan de puntillas- informó al mundo sobre los dos puntos prioritarios de su agenda futura: atacar la ‘dictadura’ del presidente Putin y completar su obra de análisis ajedrecístico, que ya va por el quinto tomo.

El genio del juego ciencia, hoy, continúa dedicando buena parte de su tiempo a combatir a un régimen que considera oprobioso y corrupto. La oposición está de plácemes, por cuanto Kasparov tiene audiencia planetaria, es símbolo libertarío y líder de una generación que hace de bisagra de dos siglos y de dos maneras de entender el significado de la palabra democracia.

Desde la liza política, el tiempo será el encargado de probar si sus resultados como hombre público se parecieron o no a sus mortíferas celadas y a esos jaques mate que lo hicieron célebre y temido frente a los 64 escaques del tablero. Mientras tanto, nos basta leer el poema de Borges para encontrar afinidades muy estrechas entre la política y el ajedrez.

Fuente Portafolio

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